lunes, 15 de septiembre de 2025

Cuento ganador del Primer concurso de cuento Evanraven ediciones.

Las cartas que nunca envié

En el café de la esquina de la calle Libertad, donde el reloj de pared siempre marcaba las cinco y la 

radio sonaba con boleros de ayer, ella solía sentarse cada jueves, junto a la ventana. Su nombre era 

Clara, y escribía cartas que nunca enviaba.

Clara tenía 34 años, una sonrisa leve y unos ojos grises que parecían buscar algo en el horizonte, más 

allá del bullicio, más allá del café humeante. Llevaba un cuaderno de tapas azules, donde su pluma se 

deslizaba como si cada palabra le ayudara a respirar. Nadie sabía a quién iban dirigidas aquellas 

cartas. Tampoco parecía importarle a ella. Escribía con una devoción callada, como si en esas páginas 

habitara alguien más.

Una tarde de mayo, mientras escribía una carta particularmente larga, el camarero le llevó su 

capuchino con canela —ella siempre pedía lo mismo— y notó que Clara tenía los ojos húmedos. Se lo 

comentó a Javier, el dueño del café, quien respondió con su habitual tono grave:

—Desde que empezó a venir, escribe cartas de amor. Pero jamás la he visto entregarlas. Creo que 

escribe al pasado.

Fue ese mismo día cuando él entró por la puerta.

Él. Mateo.

Llevaba una mochila al hombro y una bufanda, pese al calor, como quien aún carga con el invierno de 

otro país. Tenía el aire distraído de los que caminan sin rumbo, pero algo en sus pasos se detuvo justo 

allí, como si su brújula interior hubiese dicho «es aquí». Pidió un café solo y buscó un rincón discreto. 

El único sitio libre estaba justo frente a la ventana, al otro lado de la mesa donde escribía Clara.

Se miraron solo un instante. Lo suficiente como para que el tiempo hiciera una pausa imperceptible.

—¿Qué escribes? —preguntó él, rompiendo el silencio.

Clara cerró el cuaderno con suavidad.

—Cartas.

—¿Cartas? ¿De las que se mandan?

—De las que se quedan en el cajón.

Mateo sonrió.

—¿Y por qué escribir lo que no se envía?

Ella dudó. No era una mujer de compartir con extraños. Pero había algo en su voz —una tristeza 

conocida— que la invitó a hablar.

—Porque a veces, decir lo que uno siente no cambia las cosas. Solo las complica.

Mateo asintió, mirando su café como si allí flotara alguna respuesta.

—Yo soy de complicarlas.

Y así, sin más, se inició una conversación.

Las semanas siguientes, Mateo volvió al café cada jueves. No lo habían acordado. No lo necesitaban. 

Era como si el universo hubiese escrito una cita secreta en sus agendas. A veces hablaban. A veces 

callaban. Se limitaban a compartir el silencio, las miradas, los gestos imperceptibles que van 

construyendo una intimidad más sólida que las palabras.

Clara seguía escribiendo cartas. Y ahora, a veces, lo hacía frente a él.

—¿A quién le escribes hoy? —preguntó Mateo una tarde.

—A un amor que no fue.

Mateo bebió un sorbo de su café.

—¿Y si te dijera que ese amor puede estar al otro lado de la mesa?

Ella no respondió. Solo lo miró con esa mezcla de ternura y miedo que surge cuando el corazón quiere 

correr y quedarse a la vez.

Un jueves, Mateo no apareció.

Tampoco el siguiente.

Clara dejó de escribir durante días. Luego, una tarde cualquiera, tomó el lápiz, una cuartilla y anotó:

«Querido Mateo:

No sé si fue real o lo soñé. Pero en el rincón de aquel café, durante siete jueves, sentí que la vida 

podía volver a empezar. Había olvidado lo que era esperar a alguien. Había olvidado que mi sonrisa 

tenía motivos nuevos para compartirse.

No sé si volviste a marcharte para no hacer daño, o si el daño ya estaba hecho y no lo quisiste sentir. 

Pero si alguna vez lees esto —aunque nunca lo envíe— quiero que sepas que tu silencio también 

habla, y que lo estoy escuchando con todo el corazón.

—Clara».

Pasó un mes.

Y entonces llegó la carta.

Una verdadera carta, en papel, dentro de un sobre azul marino con letra elegante. La encontró en su 

buzón, sin sello, sin remitente. Solo su nombre: Clara.

La abrió con manos temblorosas.

«Querida Clara:

Fui cobarde.

Me fui porque te sentía demasiado cerca. Y eso me asustó más que la distancia. Soy un hombre que ha 

cometido errores, que ha dejado heridas y ha aprendido a caminar solo. Pero tú, con tus cartas 

mudas y tus silencios llenos de música, despertaste en mí algo que no sabía que aún existía.

Me marché a cerrar un capítulo que aún sangraba. Quise hacerlo antes de manchar tu historia.

Volveré este jueves. Si no estás, lo entenderé. Si estás, esta vez seré yo quien te escriba una carta. 

Frente a ti. Con la mirada limpia y el alma abierta.

—Mateo».

Ese jueves, Clara llegó diez minutos antes.

Llevaba puesto un vestido azul oscuro, el mismo que usó el primer día. El cuaderno de tapas azules la 

esperaba en su bolso. No escribió nada. Solo miró la puerta.

Y entonces, él entró.

Ya no llevaba bufanda. Parecía más ligero, como si hubiese dejado algo atrás. Sonrió al verla. Ella 

también sonrió, pero con los ojos.

Se sentó frente a ella, sacó un papel doblado del bolsillo y comenzó a leer en voz baja:

«Clara:

Hoy no quiero escribirte una carta para guardar. Quiero escribirla frente a ti, como promesa. No sé si 

esto es amor todavía, pero sé que es el principio de algo que no quiero perder. Quiero conocerte sin 

los miedos que me hicieron huir. Quiero leerte, no solo en tus cartas, sino en tus gestos, en tus pausas, 

en tus ojos.

Si me dejas, me quedaré. No siete jueves. Todos los que vengan».

Ella tomó su cuaderno y arrancó una hoja por primera vez.

Escribió rápido. Pocas palabras. Se la tendió.

Mateo la leyó.

«Entonces quédate. Yo también quiero escribir algo nuevo».

Desde aquel día, las cartas dejaron de ser susurros al pasado y se convirtieron en mensajes en el 

presente para un futuro prometedor.

A veces, escribían juntos. A veces, se dejaban escritos el uno al otro sobre la mesa como juegos 

secretos. El café de la calle Libertad se volvió un testigo silencioso de una historia que, esta vez, sí 

quería ser contada.

Y aunque no todas las cartas fueron guardadas, todas fueron leídas. Porque el amor, cuando llega de 

verdad, ya no hay sobre que lo retenga.


Autor Santos S. C. Bermejo.